Sueños del ayer by Mary Burton

Sueños del ayer by Mary Burton

autor:Mary Burton [Burton, Mary]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Conte
publicado: 2011-01-19T23:00:00+00:00


Capítulo Diez

Cuando llegaron al rancho de los Miller, estaban calados hasta los huesos. A Rafferty le dolía el hombro, pero cabalgar le había venido muy bien, porque le había servido para relajar los músculos agarrotados. En uno o dos días, Meredith y él podrían marcharse. Al pensar en aquello, no se sintió tan satisfecho como hubiera debido. Ya no tenía claro cuáles eran sus objetivos.

No podía creer que Meredith y él se hubieran besado. Sin embargo, tenía que reconocer que había estado a punto de hacerle el amor aquella misma tarde, y no había pensado ni en las consecuencias ni en el honor. Sólo había sentido una incontrolable necesidad de poseerla.

Y lo que era peor, estaba empezando a fijarse en cosas que antes no había visto en ella, como por ejemplo, en las pecas que tenía en la nariz y en las mejillas, en lo delgadas que tenía las muñecas y en cómo le brillaban los ojos cada vez que aquel perro suyo le ladraba para pedirle la comida.

Aquello no era nada positivo para él. Se estaba enamorando de Meredith Carter, y no sabía cómo pararlo.

Después de atar a los caballos bajo un árbol, entraron en la cabaña de los Miller. Era pequeña, pero acogedora. Había un buen fuego en la chimenea, y la estancia única estaba suavemente iluminada. La esquina derecha estaba separada del resto por una colcha colgada del techo. Rafferty supuso que la cama estaría allí, porque oyó los suaves gemidos de una mujer, que debía de ser la esposa de Nathan.

Nathan echó un tronco en la chimenea y removió las ascuas.

–He traído a la señorita Meredith, cariño -dijo en voz alta-. Todo va a salir bien.

–A Dios gracias -dijo la mujer desde el otro lado de la colcha.

Estaba débil y exhausta.

Meredith se quitó el abrigo, se lo dio a Rafferty y se enjuagó el agua del pelo y de la cara.

–No sé cuánto voy a tardar.

Automáticamente, él inspeccionó la parte trasera de la cabaña para ver si había otra puerta. Sin embargo, salvo una pequeña ventana, no había más salidas.

–Lo que necesites.

Meredith siguió su mirada y enarcó una ceja.

–Puedes venir conmigo, pero por experiencia sé que los hombres no soportáis bien los partos.

Ella tenía razón. Él no quería presenciarlo. No había más que una salida de la casa y él la estaba vigilando, así que estaba tranquilo. Se quitó el abrigo.

–Yo esperaré aquí.

Él colgó los abrigos en el perchero y se acercó al fuego, con Nathan. Extendió las manos hacia el fuego, sin saber qué decir. Decidió no decir nada.

Nathan se metió las manos en los bolsillos. Después las sacó y se las plantó en las caderas. Después se levantó y caminó. Se sentó. Volvió a levantarse… Finalmente, el granjero tomó aire.

–Daría cualquier cosa por tener algo que hacer en este momento. Pero con esta lluvia no se puede hacer otra cosa más que sufrir aquí dentro.

En aquel momento, Jenny gimió y después gritó. Nathan se quedó pálido. A Rafferty le dio pena el padre primerizo.

–Su mujer tiene mucha suerte de que Meredith esté aquí.



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